viernes, 19 de octubre de 2012


Una vida nueva


En “Resurrección”, la última de sus tres grandes novelas, León Tolstói aborda el difícil proceso de conversión que todo hombre debe atravesar para encontrar a Dios. Ambientada en los convulsos años finales del siglo XIX, la obra retrata también la sociedad rusa y expone los preceptos centrales del cristianismo.
Una vida nueva
Nejludov habría querido olvidar, no ver; pero ya no le era posible no ver. Aunque no viese la fuente de la luz que le revelaba su saber, como no veía la fuente de la luz esparcida sobre San Petersburgo, y aunque esta claridad le pareciese vaga, triste, ficticia, sin embargo le era imposible no darse cuenta de lo que le revelaba aquella luz, y sentía al mismo tiempo inquietud y gozo”.

Esta frase, extraída de la obra “Resurrección” nos introduce en una conmovedora historia que relata la vida de Dimitri Nejludov, un joven ruso perteneciente a una familia adinerada; pero con un inmenso vacío en su corazón y un sinfín de interrogantes que albergaba en lo más hondo de su ser. Este libro, sin duda, emergió de las profundidades de una sociedad que se vio bruscamente afectada por las ideas modernistas que marcaron el fin del S. XIX y el inicio de una nueva época en Rusia. Y es por medio de la literatura, que León Tolstói, el autor, buscó inculcar en la juventud de aquella era, los valores y la fe cristiana que se vieron en peligro de extinción. Este célebre novelista, considerado como uno de los más grandes literatos de occidente y de la literatura universal, en sus últimos años de vida y tras varias crisis espirituales, entregó su vida a Dios y se dedicó por entero a criticar a las instituciones eclesiásticas, lo que provocó su excomunión de la iglesia tradicional; sin embargo, fue “Resurrección”, su último libro, el reflejo de su estremecedora vida y un vivo testimonio de su encuentro con Dios.

En el siguiente párrafo, el lector podrá apreciar la impactante e irrefutable conversión del protagonista.  Asimismo, se evidencia en esta escena la agobiante necesidad del joven ruso por  acercarse a Dios y volver a sentir la paz que hacía muchos años se había esfumado de su alma. Es por ello, que esta transcendental obra lleva por nombre “Resurrección”, porque tanto para Tolstói como para Nejludov, estas líneas marcaron un punto y aparte en sus vidas.

Se detuvo, juntó las manos como hacía en su infancia, elevó los ojos y dijo:
-¡Señor, ven en mi ayuda, instrúyeme, penetra en mí para purificarme!
Oraba. Pedía a Dios que penetrara en él para purificarlo; y ese milagro, pedido en su oración, se había, sin embargo, cumplido ya en él. Dios, viviendo en su conciencia, había vuelto a tomar posesión de ella. Y no solamente sentía Nejludov la libertad, la bondad, la alegría de la vida; sentía también la fuerza del bien. Tenía los ojos bañados en lágrimas. Buenas, en tanto que lágrimas de felicidad, nacidas del despertar del ser moral dormido en él desde hacía años.
Se ahogaba. Avanzó y abrió la ventana que daba al jardín. La noche era fresca, blanca de luna. Y Nejludov contemplaba el jardín, lleno de una dulce luz argentada, y escuchaba y aspiraba el soplo vivificante de la noche.
-¡Qué hermoso es todo! ¡Qué hermoso es todo, Dios mío! -decía.
San Petersburgo, la segunda ciudad más importante de Rusia, donde se desarrolló la trama de esta magnífica obra, es considerada, como muchas otras ciudades alrededor del mundo,  un lugar que lleva el sello de la Iglesia tradicional. Así pues, Tolstói nos relata cómo el pueblo ruso vivía ajeno a Dios, y habitaba cerca a las imágenes y dioses gentiles.
Desde luego, el culto rendido a todos esos íconos de Ileria, de Kazán, Smolensko, es una idolatría de las más groseras, pero a la gente le gusta eso, cree en ellos, y por eso es preciso alimentar esas supersticiones.
Así pensaba Toporov, sin caer en la cuenta de que la gente ama las supersticiones precisamente porque siempre hubo y hay aún hombres crueles como él, Toporov, que, instruidos, emplean sus luces no para ayudar al pueblo a salir de las tinieblas de la ignorancia, sino, al contrario, para hundirlo mejor en ellas.

Por esta razón, el protagonista buscaba desesperadamente un encuentro con su Creador, una muestra contundente de la existencia de Dios, y de su reino celestial. Nejludov se refugió en las sagradas escrituras para encontrar respuestas que sólo la Biblia podía contestar. Y de esta manera, saciar su sedienta alma que pedía a gritos un manantial de agua viva donde sumergir sus aflicciones.

Después del Sermón de la montaña, que siempre lo había conmovido, leyó por primera vez aquella noche, mandamientos simples, claros, prácticamente realizables. Estos mandamientos eran en número de cinco:
El primer mandamiento (San Mateo, 5:21-26) enseña al hombre que no solamente no debe matar a su hermano, sino también que no debe irritarse contra él, ni considerar a nadie como estando por debajo de él, y que, si se querella con alguien, debe reconciliarse con él antes de hacer a Dios alguna ofrenda, es decir, antes de orar.
El segundo mandamiento (San Mateo, 5:27-32) enseña al hombre que no solamente no debe cometer adulterio, sino abstenerse también de desear la belleza de la mujer; y que debe, una vez unido a una mujer, no traicionarla nunca.
El tercer mandamiento (San Mateo, 5:33-37) prohíbe al hombre prometer lo que quiera que sea por juramento.
El cuarto mandamiento (San Mateo, 5:38-42) prescribe al hombre no solamente no devolver ojo por ojo, sino también, después de haber sido golpeado en una mejilla, ofrecer la otra; perdonar las ofensas, y  soportarlas con resignación.
El quinto mandamiento (San Mateo, 5:43-48) no solamente prohíbe odiar al enemigo, sino que prescribe también amarlo, acudir en su ayuda y servirlo.
Nejludov clavó su mirada en la luz de la lámpara y permaneció inmóvil. Recordó toda la bajeza de nuestra vida y se imaginó con claridad lo que ella podría ser si los hombres fuesen educados en estos preceptos, y un entusiasmo que hacía mucho tiempo que no experimentaba invadió su alma.

Por otro lado, Nejludov había cometido muchos errores en el andar de su vida pagana. Vivió su juventud de espaldas a Dios y esto lo llevó a quebrantar los preceptos y la fe cristiana. Y uno de sus mayores pecados, que trajo consigo innumerables consecuencias, fue el  mantener relaciones prematrimoniales con una muchacha que trabaja para sus tías. Esto dejó una marca imborrable en Katucha Maslova, la joven empleada,  quien después de ser expulsada de la residencia de las parientes del joven ruso, y saber que dentro de ella crecía una vida, se dedicó a una vida plagada de transgresiones.

«Va a pasar otro tren: tirarme debajo y todo habrá acabado», pensaba Katucha. Iba a poner en ejecución ese proyecto, cuando, en un momento de calma, su hijo, el niño que llevaba en su ser, se había estremecido de pronto, chocando contra las paredes de su vientre. Inmediatamente, toda su desesperación desapareció. Todo lo que unos momentos antes la había angustiado, el sentimiento de la vida que se le había hecho imposible, su odio hacia Nejludov, su deseo de vengarse de él mediante el suicidio, todo eso se había desvanecido. Y desde aquel día se había producido en ella aquel trastorno de su alma que la llevó a aquello en que se había convertido. En aquella noche terrible había dejado de creer en Dios. Hasta entonces había creído en Dios y en el bien; pero aquella noche se dijo que no había Dios. Aquel hombre al que ella amaba, que la había amado, ella lo sabía, la había abandonado y pisoteado sus sentimientos.

Por último, Tosltói nos deja una patente reflexión expresada por medio del protagonista. La vida del joven ruso se vio marcada por una infinidad de situaciones, su interminable búsqueda de Dios, la sociedad en la que se desarrolló, la necesidad de remediar sus errores y su inútil intento por compensar todo el dolor que había causado en aquella adolescente ilusionada. Y todo esto, hizo que Nejludov comenzara a ver el mundo con otros ojos, con ojos espirituales.

«Es lo que hacemos nosotros - pensaba Nejludov -. Vivimos en esta seguridad insensata de que somos nosotros mismos los dueños de nuestra vida y que nos es dada únicamente para gozar de ella. Sin embargo, eso es un evidente desatino. Si somos enviados aquí, es gracias a una voluntad cualquiera y con un fin fijado. Nos imaginamos que vivimos para nuestra propia alegría, y si nos encontramos mal es porque, como los viñadores, no cumplimos la voluntad del dueño. Ahora bien, la voluntad del dueño está expresada en estos mandamientos. Que los hombres sigan solamente esta doctrina, y el reino de Dios se establecerá sobre la tierra, y los hombres podrán adquirir la mayor felicidad que les es accesible.»

«Buscar el reino de Dios y su verdad, y el resto os será dado por añadidura.»
«Pero nosotros buscamos el resto y no lo encontramos.»
«¡He aquí, pues, la obra de mi vida! ¡Una acaba, la otra comienza! »
Desde aquella noche empezó para Nejludov una vida nueva y no tanto desde el punto de vista de las condiciones de vida diferentes con que se rodeó, sino porque todo lo que le ocurriría en lo sucesivo tendría para él una significación muy distinta que en el pasado.

“Fui un esclavo de la droga”“Fui un   esclavo de la droga”


Era un adicto que aparentaba felicidad en un mundo ficticio. Se perforó los brazos y la vida con cientos de jeringas. Fumó de todo. De aquel sótano cotidiano emergió Eduardo Roedel. Un nuevo hombre reconstruido en cuerpo y alma por Dios.

Vive entregado a Dios,con la salud mental restablecida y un presente ligado por completo al Movimiento Misionero Mundial y su obra evangelizadora, pero hubo un tiempo en el que Eduardo Roedel Calle estaba sumergido en lo más profundo de ese pozo oscuro y tenebroso llamado drogadicción. Era solo una sombra difusa de 185 centímetros de estatura. Un reflejo oscuro y perverso de un ciudadano común y silvestre. Vagaba por Lima, la capital del Perú, con las venas abiertas. Una existencia marcada por los problemas familiares y el hedonismo lo catapultó a los 12 años de vida fuera de las fronteras de la realidad y lo ubicó al lado de lo maligno por espacio de  dos décadas.
De una biografía matizada por su cercanía a la iglesia tradicional, en la que sirvió como acólito un quinquenio, Eduardo pasó a mediados de los sesenta a un romance trágico con las drogas. Un idilio que él, hoy cobijado por la gracia de Dios, recuerda con precisión: “yo formaba parte de la Iglesia San Ricardo en el distrito de La Victoria, pero la vanidad entró en mi mente. El Diablo me había estado aderezando. Entonces, pasé de estar en la misa todos los domingos a jugar cartas, fumar cigarrillos y beber tragos cortos. Luego, cuando entré a la secundaria, probé marihuana y empezó mi perdición”.
Guarecido en la intimidad de su hogar, un templo consagrado a Cristo y en el que destaca una amplia colección de biblias y banderas de Israel, Roedel Calle muestra su pasado sin tapujos. Habla en pretérito. Sus palabras son las de un superviviente que afirma con convicción que volvió a la vida por “el inmenso amor del Todopoderoso”. Acompañado por su esposa, Belialina Alvarado, repasa su ayer: “en mi hogar había muchos conflictos familiares. Crecí pensando que el General Serafín Quesada era mi padre, porque llevaba su apellido, hasta que un buen día mi madre Aurelia Calle decidió cambiarlo por el de mi padre biológico”.

Un hombre que salió del fondo
Con 56 años, Eduardo, hoy hombre de fe, a la distancia dice que su sometimiento a los estupefacientes fue producto “en gran parte debido a que mi familia vivía de espaldas a Dios. Los conflictos eran pan de cada día. Además yo sufría, en ese momento, una gran ceguera espiritual. Por eso caí en la drogas como un tonto y pensé que todo era un juego divertido. Entonces en el colegio pasé de la marihuana a la cocaína y me convertí por puro placer en proveedor de drogas de un grupo de amigos del distrito de San Miguel que estaba envuelto en una vida sórdida. Y eso pese a que llevaba dentro de todo una existencia normal, de familia bien, mis padres eran ejecutivos bancarios y yo era un estudiante promedio”.
Aquellos recuerdos lo estremecen a Roedel y refiere que tras esos días oscuros “vinieron momentos más tenebrosos. Mi hermano menor, Serafín Quesada Calle, también cayó en las drogas. Yo por mi parte, y pese a que ingresé a la universidad para estudiar contabilidad, me sumergí en el consumo de otras sustancias más destructivas y andaba siempre en las nubes”. De inmediato, frena su acelerado relato y se desahoga: “bendito sea el Señor que me protegió y cuidó mi vida. Su benevolencia me permitió graduarme de contador público, ingresar a trabajar a un banco y salir bien librado de una época durísima en mi vida”.
En la mitad de una existencia al margen de Dios, este hombre, que solía “fumarse” biblias enteras combinadas con marihuana al ritmo del movimiento hippie, tocó fondo cuando conoció los efectos narcóticos de la morfina.  Con marcas de guerra en sus brazos, como surcos enormes de un tiempo ya extinto, Eduardo cuenta que esta etapa fue: “brutal. Yo adoraba, sin saberlo, al diablo. Aparentaba ser un trabajador bancario normal pero era un personaje terrible. Fumaba marihuana a cualquier hora y en cualquier lado. Pero lo más triste era que me inyectaba morfina y paraba perforado por las agujas y delinquía sin vergüenza alguna para obtener la maldita droga. Era un esclavo de la droga”.
Del abuso constante y diario de la morfina, y otros narcóticos y sustancias como el hachís, ácidos lisérgicos, cocaína, alcohol, alucinógenos, anfetaminas, estimulantes y diversos psicofármacos, Roedel saltó a la destrucción familiar. Padre de un hijo y con 20 años de consumo, un buen día de 1986 descubrió que su hogar era una fantasía. “La morfina me llevó a robar innumerables farmacias y boticas de Lima. Encima mi vida conyugal era atroz. Mi mujer de aquel momento, que laboraba conmigo en el banco, empezó a salir con un compañero del trabajo y eso me llevó a la perdición total”, cuenta sobre el punto de quiebre que lo llevó ante Dios.
Después Eduardo, que fue internado incontables veces en clínicas especializadas por su familia y tratado por los mejores especialistas del país en salud mental, brinda más detalles de su ciclo de vida más negativo.  “Luego de enterarme que mi mujer me era infiel, cegado por las drogas, decidí cometer una atrocidad en contra del tipo que salía con ella. Planifiqué todo para violarlo, junto a un grupo de amigos adictos como yo, y dejarlo discapacitado, pero un día antes de cometer mi fechoría mi Dios bendito me iluminó y a través de un programa evangélico televisivo me mostró su palabra y sus obras”.
El efecto de mensaje divino fue inmediato y más poderoso que cualquiera de las sustancias producidas por la mano del hombre. En el acto Roedel se entregó al Señor. Supo que, de la mano de Dios, se podía ser un hombre nuevo. Y enseguida asistió a diversos templos cristianos, dejó las drogas, reestructuró su vida, enfrentó con valentía en 1989 la muerte de su hermano, debido a una sobredosis, se reencontró ese mismo año con Belialina, quien era pariente lejana de su progenitora, y la desposó dos años después y finalmente ingresó junto a ella al Movimiento Misionero Mundial en los inicios de los años noventa.
En la actualidad, con una maestría en contabilidad y feliz padre de un prestigioso economista (Joshua Roedel Gutiérrez), Eduardo atestigua que en la lucha entre el bien y el mal la victoria le pertenece al Altísimo. Elegido, entre las ovejas más descarriadas de la tierra, asegura que su testimonio le servirá a cualquier pecador para iniciar el camino de retorno a la casa del Señor. Con humildad, y al pie de la puerta de su domicilio y Biblia en mano, asegura que “el que clama por el perdón de Dios siempre encontrará respuesta”.

Hombre Nuevo


Hombre Nuevo
Fernando Ñaupari fue un tiempo Claudia Ñaupari. Su obsesión por ser mujer lo llevó a cambiarse de sexo. Ejerció la prostitución. Contrajo matrimonio. Tenía en apariencia todo lo que soñó, pero era infeliz. Hace unos años, Dios decidió recobrar su masculinidad. Su testimonio es la prueba de fe más contundente.
La biografíade Fernando Ñaupari Buendía es una historia de transformación y redención. Una vivencia de cambios, conflictos, desencuentros y dolor; pero también de mucho amor, perdón y salvación. Tenía ocho años cuando fue violado en una escuela de La Oroya, por un maestro, e ingresó de inmediato a un mundo donde la prostitución, el pecado, la homosexualidad, el alcohol y el dinero se convirtieron en parte de su cotidianeidad durante cerca de treinta años. Hasta que un día del año 2000, aquel varón, que incluso llegó a cambiarse de sexo y adoptar legalmente el nombre de Claudia, encontró en París, Francia, la Palabra de Dios y cruzó el primer peldaño para convertirse en un guerrero de la fe de Jesucristo.

Once años después, y luego de un largo camino, Fernando tiene claro cuál es el núcleo de su transformación: Dios. “El Señor cambió mi vida. Gracias a él me liberé de las garras del diablo, encontré la paz que tanto ansiaba y dejé atrás el pecado, junto a una vida sin sentido, y hoy soy un hombre nuevo que tiene el corazón lleno del amor de Cristo”, relata. Habla con una voz fuerte y grave, en medio de la Iglesia Central del Movimiento Misionero Mundial de Lima, y aclara que apela “a la bendición del Todopoderoso” para relatar de la mejor forma su testimonio con el firme objetivo de que el mundo entero, principalmente las familias peruanas, conozcan que el único camino a la Salvación es Cristo.

Sus palabras provienen de la verdad que vive hoy. “El pecado llegó a mi vida por desconocimiento de la palabra de Dios por parte de mis padres. Ellos eran católicos, vivían de espaldas a la verdad, adoraban imágenes, (Éxodo 20:4) practicaban el adulterio y me descuidaron. Fue por ello que los demonios de la homosexualidad a causa de la idolatria empezaron a operar en mi existencia”, narra con realismo. Luego, con las Sagradas Escrituras entre sus manos, revela que “desde muy niño me gustaron los vestidos, las muñecas y todas las cosas que le suelen agradar a las niñas”. Acto seguido, enmudece. El recuerdo lo abruma.

El hombre, que hoy viaja por el mundo difundiendo la Palabra de Jesucristo, luce lloroso. Como si de pronto le costara retroceder el tiempo y volver a aquellos días de su infancia transcurridos en las contaminadas calles de La Oroya. Sin embargo, coloca punto final a las lágrimas que inundan su rostro y dice: “yo no pedí ser homosexual. A mí me violaron y nunca dije nada en casa por miedo a que mi padre me golpeara porque él era muy violento, tomaba demasiado y gastaba su dinero en mujeres”. Segundos después, prosigue: “después de la violación terminé convertido en un chico rebelde. Fue allí donde empecé a vestirme con ropas de mujer, a llegar ebrio a mi casa y a tener sexo con mis compañeros del colegio”.

Ñaupari prosigue el repaso de su vida. “En mi casa cuando vieron que me iba convirtiendo en un pequeño homosexual me quisieron cambiar a golpes. Pero no hubo caso y mi padre, cansado de mi conducta, me botó a la calle a la edad de trece años”, revela. Entonces, mientras partía como un rayo hacia la capital del Perú, dice que su mente anidaba el objetivo de transformarse “por completo en una mujer”. Así llegó a Lima, a mediados de los setenta, y tras vivir dos años con unos parientes se empleó en un bar del Jirón Junín, en pleno Centro Histórico. Allí empezó a prostituirse.

La metamorfosis
Tiempo después, con mucho dinero fruto de la prostitución y una peluquería que usaba como fachada, comenzó su transformación. Fernando pasó a ser parte del pasado y nació Claudia, su otro yo. Fue uno de los primeros peruanos en someterse a una operación de cambio de sexo. “En ese tiempo no me importaba nada más que llegar a ser una mujer. Por eso cuando pude me operé. Aunque el proceso fue doloroso y tardé tres meses en tener una vida normal, para mí en ese momento era lo máximo”, reconoce.

Al igual que otros homosexuales, Ñaupari, revestido con la piel de Claudia, ingresó a una etapa de desenfreno para proseguir su mutación de hombre a mujer. Primero, a mitad de los ochenta, ya como portador de un documento de identidad con foto femenina, viajó a Brasil para terminar de perfeccionar su anatomía y prostituirse en las calles de Río de Janeiro en Brasil. De allí pasó a Milán, Italia, donde se quedó un par de años y fue testigo de excepción de la oleada de homosexuales peruanos que inundó la península itálica a inicios de los noventa. Luego, cansado de ver morir a sus colegas uno tras otro atacados por el Sida, se estableció en Francia y continuó transitando la calle y el alcohol. Al respecto,  sentencia: “¿No sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios? No erréis, ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los que se echan con varones o homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los maldicientes, ni los estafadores heredarán el reino de Dios (I Corintios  6:9)”.

El esclavo se libera
Fernando se transporta hasta esa época. De inmediato, le ronda entre sus labios el hecho más notable de su estancia en París y afirma: “en Francia, mientras ejercía la prostitución, se me presentó la posibilidad de realizar el sueño de toda dama: unirme en matrimonio con un hombre. Para mí, que me creía mujer, fue extraordinario y acepté de inmediato y me casé el 17 de diciembre de 1994, en Lima, cegado por el diablo”. Sin embargo, esa última pieza de su transformación no encajó a la perfección en su estructura interior y fue el punto de partida de su viaje de retorno. “A pesar de haber logrado mi sueño no era feliz y sentía que mi vida estaba marcada por el dolor”.

Ahora Ñaupari, quien estuvo casado 10 años y solía recorrer Europa cuando le “apetecía” y vestía ropa de los mejores diseñadores del mundo, recuerda todo aquello como “un auténtico infierno”. Una etapa dura y dolorosa: “era esclavo del pecado”. Pero todo por fin acabó cuando descubrió la Palabra de Dios y se percató que su existencia era un remedo de vida. Allí el poder de Jesucristo obró en él. Extendió una mano salvadora que lo ayudó archivar al personaje de Claudia y devolvió a la vida a Fernando. Un milagro que para este hijo de Dios, recién reconocido nuevamente como varón por la justicia francesa, es la mejor muestra del amor del Todopoderoso. ¿Quién puede dudarlo?.

Juan Bunyan


Bunyan nació en noviembre de 1628 en Elstow, cerca de Bedford.
Juan Bunyan
Hijo de un hojalatero, aprendió el oficio de su padre, pobres consiguio que aprendiera a leer y escribir y a los 17 años luchó en el ejército parlamentario durante la guerra civil. En 1648, se casó con Margaret Bentley cuyos padres eran miembro de los puritanas de la época y muy fervorosos, en la que ingresó tras experimentar una conversión religiosa. La lectura de Comentario a los gálatas, de Martin Lutero, le impresionó profundamente por encontrar en el libro su propia experiencia espiritual.

 
En 1655 se convirtió en uno de los líderes de una congregación de inconformistas de Bedford y empezó a pronunciar sermones como predicador laico en los que expuso las experiencias de su conflicto espiritual. Después de morir su esposa, volvió a casarse y se convirtió en un predicador famoso que reunía grandes audiencias, lo que levantó las iras del clero oficial que no admitía la libertad de predicación de los ignorantes o de los que no estaban ordenados. Su declaración teológica más importante de esta época se encuentra en La doctrina de la ley y la gracia (1659). Tras la restauración de Carlos II en 1660, los puritanos perdieron el privilegio de la libertad de culto y se declaró ilegal toda liturgia que no estuviera de acuerdo con la Iglesia anglicana. Bunyan, que persistió en sus prédicas prohibidas, acabó en la prisión del condado de Bedford de 1660 a 1672, aunque durante este tiempo se le permitió cierta libertad y pudo sostener a su familia haciendo cordones de zapatos.
 

Mientras estuvo en la cárcel, separado de su esposa y de sus hijos, especialmente de una hija ciega que tenía; su biblioteca consistió en la Biblia y El libro de los mártires del teólogo John Foxe. Estudiando el contenido y estilo literario de estas obras, empezó a escribir folletos y libelos. Antes de salir escribió la primera de sus obras importantes, su autobiografía espiritual, Gracia al mayor de los pecadores (1666).

 
En 1675 volvió a prisión durante seis meses por negarse a dejar de predicar; probablemente fue donde escribió la mayor parte de su obra principal, El progreso del peregrino. Viaje de un cristiano a la ciudad celestial, una alegoría del peregrinaje de un alma en busca de la salvación. La primera parte se publicó en 1678, la segunda en 1684. Durante su vida vio diez reediciones, y en su momento fue el libro más leído en Inglaterra después de la Biblia y ejerció una gran influencia en los escritores ingleses posteriores. Famoso por su estilo sencillo y bíblico, El peregrino está considerado como una de las mejores alegorías de la literatura inglesa, y ha sido traducido a mas de ciento cincuenta lenguas, El Peregrino es el libro de mayor circulación despues de la Biblia.
 

En los últimos años de su vida, Bunyan fue reconocido mundialmente, además de como clérigo puritano, como uno de los escritores más importantes. Aunque dedicó la mayor parte del tiempo al cuidado pastoral de su congregación, siguió publicando tratados teológicos, sermones y poesía, además su vida radicaba en su profundo conocimiento de las Sagradas Escrituras, que él tanto amaba, y en la perseverancía de sus oraciones a Dios a quien adoraba.

 
Murió de neumonía el 31 de agosto de 1688 en Londres a los sesenta años. Obras suyas son Vida y muerte de mister Badman (1680), una descripción de la vida de un depravado en la que condena de los vicios de la sociedad de la Restauración, La guerra santa (1682), una alegoría religiosa y social.

 
Otras obras escritas son las siguientes: "Gracia abundante para el principal de los pecadores", "Llamado al ministerio", "La conducta del creyente", "La gloria del templo", "El pecador de Jerusalén es salvo", "Las guerras de la ciudad de Alma humana", "Vida y muerte del hombre malo", "El sermón del monte", "La higuera estéril", "Discursos sobre la oración", "El viajero celestial", "Gemidos de un alma en el infierno", "La justificación es imputada" y el libro más vendido después de la Biblia "El Progreso del Peregrino